Latinoamérica entre el “narcotráfico” y la dominación
“Si las drogas tienen tan devastador efecto en Estados Unidos, piensen lo que pueden ocasionar en democracias frágiles con economías inestables. No puedo pensar en un asunto más importante para la estabilidad de nuestro hemisferio que éste.” 1
La América Latina entre el narco y la dominación, se encuentra ante una nueva encrucijada imperial, tejida esta vez por los senderos del tráfico de droga ilícitas (TDI) y otros delitos conexos, que conmueven a la región, con el incremento de la violencia, la inseguridad y los efectos para la gobernabilidad y el Estado de derecho, que producen las guerras desatadas por el gobierno estadounidense, en su cruzada antidroga.
Se calcula que el tráfico ilícito de drogas a nivel internacional genera dividendos que superan los 320 0002 millones de dólares anuales. En la actualidad los EE.UU., por encima de otros actores globales, entre los que se destacan la Unión Europea (UE) y Rusia, es el principal mercado de drogas y el primer productor de armas, suministrador por excelencia a los principales carteles de la droga.
El panorama latinoamericano, presenta escenarios convulsos, a causa de un negocio que afloró en la década de los 80 de la pasada centuria y que, hasta el presente, no ha hecho más que reproducirse hacia otros Estados del continente, ampliando sus vínculos extra-regionales, que consolidan la economía de las drogas, como una empresa muy lucrativa, para la criminalidad conexa a este delito.
Esta situación, acrecienta su impacto para la paz y la seguridad internacionales, con una peligrosa vinculación, desde el Derecho Internacional, con otros delitos como el terrorismo y los efectuados en el ciberespacio. Estas vinculaciones, alentadas por las potencias occidentales y su influencia sobre los medios de comunicación y redes sociales en Internet, consolidan el aparato político-diplomático que hace consenso sobre el paradigma de la seguridad humana. Sus efectos permiten justificar ante la opinión pública mundial, las penetraciones imperiales en la región, bajo la justificación de la guerra contra el “narcotráfico” o, como actualmente se le llama, contra el narcoterrorismo.
Los derroteros del crimen transnacional, recrudecen los problemas socioeconómicos y políticos que padece Latinoamérica, con un gran impacto sobre los procesos electorales, los proyectos de gobierno y la proyección exterior de los líderes de la región.
Bajo esas circunstancias, el Consejo Sudamericano de Defensa, resulta una opción para el enfrentamiento, al menos de de forma más autónoma, contra flagelo de las drogas. Esta Institución, creada como respuesta de la región, bajo la impronta del ex presidente brasileño Lula Da Silva, en el marco de la UNASUR, resulta un intento por dar respuesta, a los problemas más urgentes que atentan contra la paz y a seguridad latinoamericana, que tuvo una expresión en los recientes acuerdos de Brasil y Bolivia para operaciones conjuntas en la lucha contra el TDI con el objetivo de proveer de una mayor seguridad a sus fronteras.
Realmente la respuesta era necesaria, pues del Comando Sur, la IV Flota y las últimamente silenciadas 7 bases militares en Colombia, se desprende el re-fortalecimiento militar de la geoestrategia de dominación estadounidense, adjunta con un paquete de cooperación en materia de asesoría jurídica, policial y de otros ordenes institucionales, que marcan el continuo interés por su patio trasero.
En este juego de poderes, vale la pena considerar qué papel desempeña Brasil como líder regional, ante la difícil situación sociopolítica de México, llamado a concentrar todas sus fuerzas en frenar el auge de los cárteles y la sangrienta guerra contra las drogas que tantos crímenes y víctimas cobra día a día. Esa difícil coyuntura, y otras problemáticas estructurales que arrastra la sociedad mexicana, dejan espacio para que Brasil, pueda tomar un mayor liderazgo.
Por otra parte, el gobierno de Santos en Colombia, logra consenso en la región, con una determinada reconciliación de intereses comunes con Venezuela en el tema de la lucha antidroga, que tuvo su enunciado en la extradición del narcotraficante Walid Makled a Caracas y la polémica entrega del Editor de Anncol Joaquín Pérez Becerra, al gobierno de Bogotá.
Entretanto, la administración Obama mantiene, como lo hiciera la de W. Busch hijo, la combinación del enfoque geopolítico y geoeconómico con un marcado unilateralismo. La militarización de la guerra contra las drogas, ha devenido en la receta ideal para alentar desarrollo de la carrera armamentista, tan necesaria para ese país. A ello se suman las Empresas Militares de Seguridad Privada y de otros servicios, conocidos contratistas-mercenarios, que extrapolan sus operaciones del Medio Oriente y Asia Central en Latinoamérica.
Esta situación ha tenido una generalización en la práctica político-diplomática de Obama, ya no sólo con los traslados de funcionarios políticos, diplomáticos a Nuestra América, sino también de las Operaciones. Recientemente fue dado a conocer por el New York Times, la noticia de que los 5 Comandos nombrados como Equipo de Apoyo y Asesoramiento de Despliegue Extranjero (FAST), que fueron destinados hace seis años al combate del opio en Afganistán, habían sido trasladados hacia el Hemisferio Occidental, operando en países de Centroamérica, Sudamérica y el Caribe, con su posible extensión hacia otros Estados de la región. Estas acciones reflejan la vigencia de un proyecto iniciado por W. Busch, denotando las continuidades y cambios que se manifiestan en la geoestrategia de dominación de los Estados Unidos para Nuestra América.
Del fracasado pero aún con vida Plan Colombia, la fenecida Iniciativa Regional Andina IRA, la extensión del Plan Colombia en Plan México, luego retitulado como Iniciativa Mérida, se puede reconocer una geoestrategia de dominación que se va perfilando y consolidando, a través de la justificación político-diplomática del flagelo de las drogas, para incrementar su penetración en la región, decididos a no perder su equilibro hegemónico.
Desde esa perspectiva, los EE.UU. ha recrudecido la guerra antidroga, con la autorizaron de la utilización de aviones no tripulados (Drones), para su utilización en la persecución de narcotraficantes e inmigrantes, en aras de aumentar la seguridad en la Frontera de EE.UU. con México. Ello refuta la errónea estrategia antidroga que persigue Estados Unidos, la cual reinvierte en el pilar militar, dejando a un lado el importante control del consumo en su país y el impulso a programas de asistencia social, que contrarresten en algo las marcadas diferencias sociales, que arrecian la falta de empleos y la crisis en la economía, lo que incentiva a los sectores más marginados de la sociedad a insertarse en la actividad ilícita de las drogas tanto en América Latina como en los EE.UU.
Pero la fallida guerra contra las drogas ya va generalizando consenso en cuanto a su fracaso manifiesto. En el Informe de Human Rights Watch sobre la lucha contra el tráfico ilícito de drogas (TDI) en México se reconoce, a consideración del director de esta Institución para “las Américas”, José Miguel Vivanco:
“En vez de reducir la violencia, la ‘guerra contra el narcotráfico’ de México ha provocado un incremento dramático de la cantidad de asesinatos, torturas y otros terribles abusos por parte de las fuerzas de seguridad, que sólo contribuyen a agravar el clima de descontrol y temor que predomina en muchas partes del país.”3
El auge de la violencia, de crímenes y accidentes sospechosos, como el de la caída del helicóptero en Xochimilco,en las afueras de la Ciudad de México, el cual provocara la muerte del José Blake Mora, Secretario de Gobernación de México y de los funcionarios Felipe Zamora, Subsecretario de Gobernación y el coordinador de comunicación social José Alfredo García. Ello recuerda el accidente del 4 de noviembre del 2008, del avión donde viajaba el entonces secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño y el fiscal antidrogas, José Luis Santiago Vasconcelos. Realmente la situación por la que atraviesa México en la actualidad y la relación estrecha que tenían estas figuras con la guerra antidroga, hace dudar a más de uno, sobre la veracidad del accidente.
Esta propia realidad, haciendo retrospectiva hacia hace sólo una década, nos coloca en el deber de mirar con sumo cuidado las consecuencias que afronta para la región el tráfico de drogas ilegales, por las lecturas imperiales que conforman su geoestrategia de dominación, desde el escudo político-diplomático de la guerra contra las drogas debatiendo, por qué no, acerca de sus consecuencias y posibles escenarios.
Consecuencias del Tráfico Ilícito de Drogas (TDI) para Latinoamérica
Las consecuencias derivadas del TDI y otros delitos conexos tienen un efecto negativo y perjudicial tanto en los países que concurren en el negocio, bien como productores-exportadores, los consumidores y los que sirven como rutas a los distintos mercados.
La subregión andina (Colombia, Perú y Bolivia), en Latinoamérica es el centro productor por excelencia de la cocaína; lo que conlleva a que estos países de manera individual e indistintamente, se hallen vulnerables a la aplicación de las estrategias geopolíticas y geoeconómicas de las grandes potencias, en la llamada guerra contra las drogas.
En América Latina, los gobiernos de Centroamérica, México y Colombia son incapaces de enfrentar un problema cuyos excedentes generan cifras millonarias superiores a lo que racionalmente pueden gastar en su defensa. Por ello, el tema de la responsabilidad compartida y diferenciada para las potencias occidentales es un derecho irrenunciable por parte de los países más afectados por este fenómeno, en aras de exigir un apoyo verdaderamente palpable para un negocio, el cual no existiera ni se reprodujera sin el concurso de los fondos, las armas y los problemas latentes en las potencias imperiales.
Los países que tradicionalmente funcionan como productores y/o corredores de la droga paulatinamente van elevando su consumo e iniciando producciones domésticas, ya no sólo para exportar, sino también para atender la demanda interna. Con el desarrollo de las drogas sintéticas y las facilidades existentes para su producción; eliminándose la necesidad de extensas rutas o grandes producciones que deban almacenarse.
Por otra parte, la infraestructura que debe crearse en los países latinoamericanos para el enfrentamiento del TDI y otros delitos conexos es tal, que se ven atados de manos para atacar con eficiencia las disímiles formas en que se reproduce la mercancía y sus renovadas vías de exportación. Su institucionalidad no es capaz de regular el problema de las drogas con la velocidad que se producen nuevas sustancias sintéticas del grupo de las anfetaminas (ETA), de hecho muchas de ellas se obtienen con materias primas licitadas, e incluso se compran por Internet o por prescripción facultativa.
La evolución del negocio de la droga recorre casi todas las fases de la empresa capitalista tradicional y su persecución permite también la regulación de los precios del producto, encareciéndolo en la medida que los narcotraficantes meritan de mayores medios para su ejercicio. Dese esa perspectiva, la guerra contra las drogas en Latinoamérica, desde la lectura estadounidense, no tiene que ser un éxito absoluto, sino que el hecho en sí de tener la guerra ya constituye un negocio muy rentable.
La cruzada contra las drogas desplegada por los EE.UU. ha devenido en un sustituto exitoso de la guerra fría y para la geoestrategia imperial en sus planes re-fortalecimiento de la dominación político-militar y económica de los países afectados por esta política. Por medio de ella intentan demonizar a los Estados que no se identifican con sus preceptos de democracia representativa; siendo atacados como terroristas y narcotraficantes, por lo que son incluidos en las listas negras que elabora el gobierno norteamericano.
Sin embargo, para solucionar el problema del TDI, no basta con derrotar a los cárteles de la droga, sino que hay que eliminar los centros receptores, que aseguran y garantizan la reproducción del negocio a nivel global. Los EE.UU. carecen de voluntad política para atenuar los problemas básicos del TDI con la integridad que les compete y no limitándose al fetichismo de la guerra contra el mal llamado “narcotráfico”.
La privatización de la seguridad ciudadana, a través de las empresas contratistas se amplía, en detrimento de la soberanía y la gobernabilidad de los países latinoamericanos, en un intento por evitar nuevos movimientos progresistas, impulsados por las diferentes fuerzas políticas de la región.
Estados Unidos, apegado a la paranoia de la guerra fría reformula la política del gran garrote, temiendo que “(…) en América Latina ocurra un desplazamiento, del espectro político de centro-derecha, a centro-izquierda (…) reacciona negativamente a lo que percibe como populismo y nacionalismo, y posturas amenazantes y críticas tanto a su política en el terreno comercial como a las iniciativas antinarcóticos y a la lógica preventiva que rige su enfoque global.”4
Otro de los peligros que acecha la región es la mezcla del uso de contratistas-mercenarios con otros programas para asistencia social, para incorporarle un rostro civil a su estrategia de dominación. La política del poder inteligente y el poder suave de Obama intentó ser el nuevo New Deal de la actual crisis; hallando en la guerra contra el “narcotráfico”, la justificación para resguardar los intereses estadounidense sobre América Latina y el Caribe.
La emergencia de gobiernos como los de Chávez, Evo y Correa; la solvencia de un Brasil que crece como potencia regional y el creciente intercambio de Latinoamérica con China y Rusia, son elementos que desagradan la política hegemónica estadounidense, de modo que debe asegurarse que sus intereses geoestratégicos se mantengan intocables, ante la presencia de nuevos actores.
Las políticas de prevención de la producción de cultivos de coca y opio y el control de la exportación de drogas, no se concentran en la mejora de las condiciones del campesinado, la generación de empleos, el control de mercado y el consumo, así como los delitos conexos al TDI (tráfico de precursores químicos, armas, personas, lavado de dinero etc.), dejando latentes los incentivos que mantienen el negocio.
Por el contrario, la tendencia de las soluciones a este fenómeno está siendo orientada hacia la legalización de las drogas, buscando el cambio de hábitos de consumo hacia estupefacientes considerados menos perjudiciales, de manera que se reduzca el impacto sobre la opinión pública, desde el punto de vista “ético”, pero no social. Esta tendencia, impulsada por diferentes sectores políticos, que han sido puestas en práctica en Portugal, los Países Bajos, Alemania y en algunos Estados de EE.UU.5
El 19 de octubre de 2011 el expresidente mexicano Vicente Fox, impartió una conferencia en el Instituto Cato de Washington, abogando sobre la legalización de las drogas, para lo que enfatizó: "Mi propuesta es legalizar todas las drogas y su sistema de producción", asimismo, manipuló la responsabilidad sobre el consumo, definiendo: "Incluso creo que la legalización tiene un sustento ético y moral. Porque ¿quién es el verdadero responsable del consumo? Directamente, los consumidores. E indirectamente, sus padres.”6
Juan Manuel Santos se sumó a Vicente Fox en la no contención de la política impulsada para la legalización de las drogas. Para ello expresó, en una entrevista con el diario británico The Guardian: “un nuevo enfoque debe acabar con las ganancias que para los violentos vienen con el narcotráfico” de modo que “si eso significa legalizar, y el mundo piensa que esa es la solución, le doy la bienvenida. No me opongo a eso.”7
Recientemente el subsecretario general de la ONU y director de la división para América Latina delPrograma de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el chileno Heraldo Muñoz, argumentó ante una interrogante que “ ni el PNUD ni la ONU tienen posición sobre el tema, pero nos parece legítimo que se empiece a discutir, como han propuesto algunas personalidades, regularizar o legalizar algunas drogas (…) el narcotráfico acabará minando la democracia en América Latina si no se aborda desde el lado de los países consumidores” 8
No obstante, teniendo en cuenta las graves consecuencias que conlleva el problema de las drogas al interior de los países subdesarrollados, el hecho de cambiar patrones de consumo hacia drogas legales no debe ser una solución
absoluta. Lejos de buscar alguna vía para otorgar mayor control del consumo por parte de los Estados, por el contrario se proyecta una guerra contra los cárteles de la droga, donde la sociedad civil carga con la factura más negativa.
Impacto económico
Valorando las tendencias generales antes mencionadas, Latinoamérica manifestará un complicado escenario, pues si bien lo tradicional era que los países pobres concurrieran en el negocio de las drogas como centros de producción y tráfico, en los últimos años se ha registrado un aumento y expansión de su consumo que ya no sólo incluye a la subregión andina, México, Centroamérica y el Caribe, sino que también adhiere a los países del Cono Sur y de África Occidental.
El abaratamiento que se produce en el mercado con las drogas sintéticas, por las facilidades para su producción, permite que se logre una mayor socialización de la mercancía, que ya no se limita a los consumidores de primer mundo, sino que comienza a surgir, aunque en menor escala, un peligroso espacio en los países subdesarrollados para las DI, sobre todo las de tipo sintético.
En este sentido, el gobierno norteamericano expone el aumento de las incautaciones de toneladas métricas de cocaína en la región, como un triunfo total, mas ello no responde efectivamente a la reducción del problema. De hecho, uno de los elementos que mantienen y elevan los precios, es el encarecimiento de la transportación, en tanto los cárteles deben invertir más en seguridad, ampliando sus vínculos con empresas legales vinculadas con el comercio de armas y el blanqueo de dinero.
Ello coincide con un momento de contracción del mercado estadounidense, que no responde a la eficacia de las políticas hegemónicas para su control, sino al cambio de patrones de consumo, de la cocaína a las drogas sintéticas, de allí que el director ejecutivo de la ONUDC, expresara: “La moda de las drogas sintéticas de diseño que imitan a las sustancias ilegales neutraliza los progresos observados en los mercados tradicionales de la droga.”9
El enfoque imperial, deja a un lado las formas de procesamiento de las drogas, el control de la demanda y el consumo, así como los disímiles nexos existentes entre los cárteles, el crimen organizado trasnacional, los políticos, comerciantes, banqueros y empresarios, sin los cuales no fuera posible reproducción de ese negocio.
Con la liberalización de las economías y de los mercados financieros el TID se extiende por todo el mundo. La disminución de los precios de la cocaína desde los años 90 y la militarización de la guerra contra las drogas, han acrecentado los conflictos entre los cárteles por el control de territorios, en un intento por monopolizar las áreas para crear oligopolios y aumentar así su papel en el mercado. La característica de esta mercancía hace que los precios, la oferta y la demanda sean menos elásticos, en lo que también sirve de apoyo la guerra antidroga de los Estados Unidos.
Este negocio cuenta con un mercado de primer mundo, por lo que las producciones de los países pobres suelen ser muy rentables, debido al abaratamiento de la mano de obra. Los campesinos que producen las materias primas para estas drogas son los que menos beneficios recogen, pero su nivel de vida es tan básico, que le es más rentable su producción que la de otros productos agrícolas, ante la ausencia de programas sociales que alienten la erradicación de los cultivos de hoja de coca y cannabis.
El negocio del TDI, es el segundo en movimiento de capitales del mundo, después del petróleo, por las ganancias extraordinarias que provee. Su peculiaridad consiste en la ilegalidad, los peligros y las consecuencias que acarrea. Los efectos de la globalización en los países latinoamericanos y el contexto de crisis de la economía global, han influenciado en la inserción de sectores poblacionales rurales del tercer mundo, en la economía agraria ilícita, para la producción de plantas que sirven de materia prima para las drogas.
Esta economía genera “(…) 300,000 empleos para campesinos de los Andes sudamericanos que participan como proveedores de materia prima: coca (200,000 has), amapola (1,500 has) y marihuana (no menos de 1,000 has), que proveen para los mercados regionales internacionales.”10
Las experiencias han reflejado que las limitantes de la política antidroga desplegada por los EEUU en América Latina, concentradas en la fumigación de los cultivos son contrarias a las aplicadas en Afganistán, denotando de forma inmoral, el doble rasero de su guerra contra las drogas, subyugada a sus prioridades geoestratégicas para cada región.
Sin embargo, no se aplican políticas para reducir las desigualdades socioeconómicas, con una redistribución de la riqueza más justa, que posibilite la ampliación de la clase media, acortando la brecha entre ricos y pobres, lo cual sí impulsaría a los programas orientados a eliminar el TID y otros delitos conexos. Por el contrario, las fórmulas empleadas por el gobierno de Estados Unidos en la guerra antidroga acrecientan la dependencia económico-comercial y financiera de los países latinoamericanos.
La producción de materias primas, el procesamiento, transportación y comercialización de las drogas, así como la seguridad que deben proveer para su exportación incluye a un mayor número de personas cada día, que hallan en este negocio una salida a los efectos de la crisis de la economía global sobre la pobreza y el empleo. Estas circunstancias atraen a los sectores más pobres de la sociedad, tanto de los países productores como de los consumidores a los que se dirigen, donde resultan más vulnerables los jóvenes, los migrantes y las mujeres.
El lavado de dinero y el contrabando abierto cobran auge con el TID. Nuevamente el contexto de crisis favorece el negocio, puesto que los bancos necesitan de una inyección monetaria que el TDI está dispuesto a aportar con tal de blanquear sus ganancias. Otra de las vías que hallan los narcotraficantes para el blanqueo de capitales es la inversión en el turismo, la construcción y el sector exportador.
A nivel macroeconómico, una vez que el lavado de dinero les proporciona un respaldo legal a las ganancias derivadas del TDI, se introducen al sistema financiero internacional, participando en el pago de las deudas. En este sentido, las ganancias del TID se insertan en el sistema económico mundial, apoyando la lógica neoliberal.
En los países en vías de desarrollo, es en donde más agudos son los efectos económicos del neoliberalismo y, también, del TDI.Las ganancias del negocio dependen de los precios internacionales y de la demanda. Su condición de droga ilícita aumenta los dividendos, pues la restricción tiende a incidir en el aumento del precio. Con el dinero acumulado por este negocio se financian la compra de mercancías en el exterior a través de mercados cambiarios, de modo que las divisas generadas por el TDI no ingresan al país productor directamente.De esta forma, se derrumba el mito de que el negocio de las drogas es una forma de beneficiar el desarrollo de los países del Tercer Mundo, reconociéndose como una forma más, de atar a estos pueblos en la pobreza y la dependencia de las grandes potencias.
Particularizando el caso de Centroamérica, luego de la Conferencia de “Seguridad”, el pasado 22 de junio de 2011, EE.UU. propuso el llamado “Grupo de Amigos” como ayuda internacional de las potencias que luchan contra el TID en la subregión. La Secretaria de Estado expresó: “La estrategia debe reflejar la naturaleza trasnacional del desafío que encaramos. Los cárteles y los delincuentes no se contienen en las fronteras y por tanto nuestra respuesta tampoco debe hacerlo.”11
Las declaraciones de la jefa de la diplomacia norteamericana, permiten dilucidar que en el nuevo panorama latinoamericano, se asiste a un proceso de creciente privatización de la seguridad, como una nueva dimensión del avance de los procesos de privatización en general. Se está padeciendo de una securitización de los temas de mayor sensibilidad, que rebasa las fronteras nacionales, bajo el escudo político-diplomático de la lucha contra un problema de alcance global. Con ese objetivo, las potencias occidentales incluyen, de forma creciente, al sector empresarial dentro de los entes responsables, que tratan de contrarrestar, a través de una financiación ficticia, los problemas sociopolíticos.
El peligro de privatizar la lucha contra el TID se acentúa en los puntos abordados por Hillary Clinton al enfatizar: “(…) tenemos una responsabilidad compartida y ahora tenemos que verla en acción. Pero voy a recalcar que el liderazgo debe originarse en América Central, y no sólo en los gobiernos, sino también en el sector privado (…)”12 Ello refleja el interés del gobierno norteamericano, no sólo de privatizar la lucha contra el TID y sino también de afianzar sus nexos con el sector empresarial de la región.
En ese contexto, varios países del Caribe, acogidos como paraísos fiscales, sirven para el lavado de dinero del narcotráfico, con una tendencia al aumento, en tanto crecen las sumas en el mercado. Desde esa perspectiva, el “narcotráfico” ha constituido una amenaza por su funcionalidad para fungir como colchón de los países más pobres, sobre los efectos de la crisis económica global, representando un por ciento considerable del PNB, así como por las fuentes de empleo que genera, apreciándose también como la vía de escape de algunos empresarios en declive, para recapitalizar sus finanzas.
Por otra parte, la pobreza de los sectores rurales ha alentado la producción y el tráfico de la droga, incrementándose las áreas de cultivo a pesar de las políticas antidrogas, que se han trazado con ineficacia entre algunos países de la región y los Estados Unidos (el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida). Ello ha fecundado en el incremento del poder de fuego de la región, tanto por parte de los Ejércitos como de los carteles, elevando las ventas de armas, lo que resulta muy beneficioso el Complejo Militar Industrial de los EE.UU.
La fracasada estrategia estadounidense en la cruzada contra las drogas, no sólo ha incentivado la violencia y la criminalidad, sino que ha incrementado directamente el poder de fuego de los carteles. Para ello, las autoridades norteamericanas han impulsado operativos como el “Receptor Abierto”, en los años 2006 y 2007, el Rápido y Furioso13 y el Naufragio, lo que llevó a que, Eric Holder, fiscal general de EE. UU., reconociera ante el Senado -pasado 10 de noviembre de 2011- el fracaso de la operación Rápido y Furioso.
Según datos oficiales de la ONU, el mercado de las drogas representa alrededor del 0,8 por ciento del PIB de los Estados Unidos; sin embargo para los países de América Latina la dependencia aumenta, dejándola sumergida entre el “narco” y la dominación, como fórmula del hegemón para avanzar, un paso más, sobre los pueblos de Nuestra América. Ante esa realidad, vale la pena repensar nuestras formas de integrar nuestra diversidad, para juntos consensuar proyectos autónomos que, con sus limitantes y desaciertos, rememoren la sentencia martiana:
“El vino, de plátano, y si sale amargo, es nuestro vino.”